Número 13
Reforma Universitaria
Latinoamericanismo, obrerismo y democracia
Entrevista a Eduardo Rinesi
LRC: ¿Qué importancia tiene para vos la Reforma del ’18 en el desarrollo nacional?
ER: Me parece que la Reforma es un acontecimiento muy importante por una cantidad de motivos. Primero, es, digamos, intrínsecamente muy interesante; después, es muy relevante en relación con el desarrollo posterior de los procesos de democratización educativa, social y política del último siglo; y por último es muy significativa por todo lo que nos dice hoy, en un contexto particularmente difícil, particularmente severo para la vida social, política, educativa en general y universitaria en particular. Tratando de ordenar un poquito, te diría que me parece posible destacar tres grandes asuntos en relación con la Reforma. Uno es su fuerte impronta (su vocación, y también su impacto) latinoamericanista. La Reforma, en efecto, tiene una fuerte orientación hacía América Latina. Hugo Biaggini dice por ahí que a comienzos del siglo XX se verifica el segundo gran momento en que las elites universitarias argentinas, los jóvenes universitarios de las elites argentinas, se piensan a sí mismos en una perspectiva continental. El primero de esos momentos había tenido lugar un siglo antes, a comienzos del XIX, cuando en el marco de los procesos de emancipación, de la independencia, también los jóvenes, también universitarios, se habían pensado en esa misma perspectiva. Ahí está el fuerte peso de algunas universidades, como, de manera especial, la de Chuquisaca. Y ese tono se repite, entonces, en esa segunda década del siglo XX, en que la Reforma se piensa a sí misma como parte de un movimiento americanista de carácter más general. Y de hecho la Reforma, que tenía esa vocación latinoamericanista, tiene un impacto muy grande en toda la región. En toda la región, realmente, aunque, por supuesto, con un énfasis muy especial en tres países: en Perú, donde la influencia de la reforma es muy grande, y tiene el efecto decisivo de nada menos que la creación de un partido político muy importante, un partido que es un hijo directo de la Reforma: la APRA, en México, donde la Reforma viene a sumar sus efectos a los que ya había producido la revolución de 1910, y donde su influencia se prolongará con mucha fuerza durante todo el siglo, con ese punto tan alto que es el movimiento de 1968, y en Cuba, donde la Reforma tiene un impacto muy fuerte, que se inicia con su recepción por algunos dirigentes especialmente sobresalientes, como el comunista Julio Antonio Mella, donde se articula también con la tradición que viene del nacionalismo de Martí y donde encuentra un lugar fundamental en el ideario de la Revolución del 59: en Castro y en el propio “Che” Guevara, que pronuncia a fines de ese mismo año 59, el 28 de diciembre, tres días antes de que la Revolución fuera a cumplir un año, ese discurso tan interesante, tan conmovedor y tan repetido en el que pide que la Universidad se vista de negro, se vista de mulato, se vista de pueblo… Ese discurso expresa una idea muy interesante sobre la universidad, una idea muy interesante sobre el pueblo y la idea, muy avanzada, de la universidad debe ser pensada, no ya como un privilegio de los ricos, sino como un derecho de todo el pueblo. Con esa idea, extraordinaria, el “Che” se anticipa una cantidad de décadas a la formulación, muy posterior, que nos hemos acostumbrado a repetir desde la famosa Declaración Final de la Conferencia Regional de Educación Superior del 2008, de Cartagena de Indias, donde la idea de la universidad aparece por primera vez formulada como un derecho humano universal. Que es el modo en que desde entonces hasta hoy mismo preside nuestro modo de pensar qué cosa es y cómo debe pensarse la Universidad. Por cierto, esa idea de la Declaración Final de la CRES de 2008 viene de ser ratificada en la CRES que acaba de finalizar en Córdoba, y eso es particularmente importante en el actual contexto, mucho menos auspicioso y mucho más preocupante que el de diez años atrás.
LRC: Claro, hay que leer la importancia de la declaración de Córdoba en un contexto de reflujo pero en donde se mantiene la idea de la Educación Superior como un derecho humano…
ER: Sí, eso es una gran cosa. Que ese principio haya sido ratificado no es poco.
LRC: Decías que había tres rasgos de la Reforma para destacar. El primero es, entonces, la cuestión latinoamericanista.
ER: Sí. El segundo es su fuerte componente obrerista. Esto ha sido menos fuertemente destacado. Incluso ha sido invisibilizado, diría yo, por cierta historia oficial de la Reforma sostenida sobre el fuerte desencuentro entre quienes asumieron de manera hegemónica la herencia del reformismo en la Argentina y el gran movimiento de masas del siglo XX. Ese desencuentro, que fue muy penoso, es un tema importante en el muy decisivo libro de Juan Carlos Portantiero Estudiantes y Política en América Latina (y quizás más todavía en su primera edición italiana, de 1971, que en su reedición castellana, que es la más conocida por nosotros, de 1978). Como sea: me parece que ese desencuentro tiene entre otras consecuencias la de que cundo el movimiento reformista cuenta su propia historia tiende a expurgar de ella el fuerte compromiso obrerista que había tenido en el año ’18. Y la verdad es que esa idea de una solidaridad obrero-estudiantil es un componente fuerte de la ideología de la reforma. No importa (no me importa acá, para lo que acá estamos diciendo) si esa idea estaba desde el inicio en el espíritu de los estudiantes reformistas, o si los estudiantes reformistas, en busca de apoyos externos, salieron después, como sugiere Portantiero, a buscar a un movimiento obrero al que a priori podían haber mirado con menos interés. Lo cierto es que cuando uno mira los documentos que nos quedan de todo ese episodio es evidente que hubo, en Córdoba, un fuerte apoyo mutuo del movimiento obrero y de los estudiantes. Los estudiantes apoyan las huelgas obreras, los obreros apoyan la Reforma. De eso hay testimonios en las publicaciones del movimiento obrero y en las del movimiento reformista, que permiten pensar esa solidaridad como un valor y como una ganancia fuerte del proceso de la Reforma. Que después se expresará en otras partes, en otros rebotes que tuvo la Reforma, incluso en lugares muy distantes del mundo. Por supuesto, sería absurdo decir que el ’68 francés es nada más que un rebote del ’18 argentino, pero sí es cierto que ahí hay una presencia de las consignas del ’18, quizás mediadas por la revolución cubana, que tuvo una presencia fuerte en el movimiento de París. Y también está ahí, unos pocos meses después del ’68 francés, el ’68 mexicano, Tlatelolco. Que es una masacre espantosa, que hasta hoy marca la vida política y universitaria mexicana con mucha fuerza.
LRC: Bueno, nosotros tenemos, en el ’69, el Cordobazo…
ER: Exactamente. Como “de vuelta”, por así decir, de todo eso, y en la misma ciudad de Córdoba, en la que medio siglo antes se había iniciado todo el ciclo, en el Cordobazo de nuevo está la idea de una alianza, de una solidaridad, de una lucha compartida entre obreros y estudiantes. Entonces: ese me parece un segundo elemento de la Reforma para destacar.
LRC: ¿Y el tercero?
ER: Y el tercer elemento para destacar me parece que es lo que yo llamaría su fuerte componente democratizador de la vida universitaria y quizás, por extensión, de la vida social y política en general. Porque, en efecto, pese a que el centro de la preocupación de los reformistas está en la Universidad, yo creo que la Reforma también ofrece una perspectiva que nos permite pensar los procesos de democratización educativa, social y política afuera de los propios muros de la Universidad. Allí hay, en los grandes documentos de la reforma, empezando, por supuesto, por el más conocido de todos, que es el Manifiesto Liminar, una tematización muy explícita de dos categorías que vale la pena comentar: una es la categoría de libertad; la otra, la de derecho. Que son dos categorías centrales en la representación que nos hacemos hoy de qué cosa es una universidad, una sociedad, un país democrático. Con todo lo esquiva que es la palabra “democracia”, que es una palabra que nos acompaña en Occidente desde hace unos 25 siglos, y que ha ido queriendo decir, a los largo de esos 25 siglos, cosas muy distintas. Por lo pronto, durante 24 de esos 25 siglos fue una mala palabra del lenguaje político, y solo desde el último siglo es una buena palabra.
LRC: Claro, “buena” en tanto se la lava de lo que durante aquellos 24 siglos venía a señalar que no era otra cosa que la participación plebeya en el poder…
ER: Exactamente. Buena desde que la hegemonía del pensamiento liberal en todo Occidente permitió leer en clave liberal esa palabra maldita. Entonces, ahora somos todos democráticos. Eso ocurre después de la Primera, y quizás todavía con más énfasis, después de la Segunda Guerra Mundial. Después de la cual, como dice John Dunn en un texto muy lindo, la palabra democracia se ha vuelto tan buena palabra que nadie puede empezar una conversación sobre política sin declarar de entrada que es un demócrata. Ahora, esa palabra, “democracia”, cuando la queremos cargar positivamente de una valencia interesante y recuperable, la asociamos a estos dos valores fundamentales de la libertad y de los derechos. Y ambos valores están explícitamente tematizados en los grandes documentos de la Reforma. La libertad aparece con mucha fuerza. Yo diría que es el valor fundamental que defienden los documentos reformistas. En el Manifiesto se encuentra omnipresente. Acordate: “Hombres de una república libre”, “Las libertades que faltan…” Y la idea, fundamental, de “libertad de cátedra”. Son ideas muy fuertes. Y junto con esa idea de libertad, otra idea, otra palabrita, que es sinónimo estricto de la palabra “libertad”, que es la palabra “autonomía”. Quizás uno podría decir que la palabra “autonomía” es una palabra un poquito más republicana para la palabra libertad, que en el Manifiesto se articula en clave fuertemente liberal. En todo caso: “autonomía” es, notoriamente, la capacidad de un individuo, de una institución, de una sociedad, de un país, de darse a sí misma sus propias normas. Sus normas de pensamiento, sus normas de conocimiento y sus normas de organización. Y la idea de autonomía universitaria es uno de los grandes legados de la Reforma. Por supuesto, esta idea de autonomía no debe pensarse solamente, como también ha tendido a hacérselo de manera dominante en la historia posterior de la Reforma y sus legados, en una perspectiva liberal, sectorial, defensiva, y casi como sinónimo de separación de la Universidad respecto al resto del mundo social. La autonomía, digamos, como valor defensivo frente a poderes externos que pueden amenazarla, que pueden conculcarla. Es decir, la autonomía como “autonomía de”. Ese valor está, es importante, es decisivo en la Reforma y es importante recuperarlo, siempre, en cualquier contexto, y ni te cuento en un contexto en que cada dos por tres nos enteramos de que los campus universitarios son visitados, como no ocurría en este país desde hacía tiempo, por fuerzas de seguridad que no pueden, que no deben visitarlos, cuando se violan las formas más elementales de la autonomía. Ahora, lo otro que me parece interesante recuperar de la Reforma es la idea de la autonomía en un sentido no ya negativo o restrictivo, sino en un sentido afirmativo o positivo, no ya, o no apenas, como “autonomía de”, sino como “autonomía para”, un poco en el sentido en que Benjamin Constant primero, e Isaiah Berlin después, distinguieron, en textos ya clásicos de la filosofía política, la “libertad de” de la “libertad para”. Uno puede decir que la “autonomía de” es la independencia respecto a otros poderes que pueden amenazar esa autonomía, y que la “autonomía para” es la capacidad para darse uno mismo las propias normas de organización, de pensamiento, de investigación. Yo insisto mucho en que esa capacidad de la Universidad no es solamente su capacidad para darse a sí misma sus propios estatutos, sus propios reglamentos, etc., que es una capacidad extraordinariamente importante, y que tenemos que valorar mucho, sino que es también la capacidad para darse a sí misma sus propias pautas de investigación, sus propias normas de cómo y que investigar, sus propios criterios sobre cómo y qué conocer…
LRC: Poder definir que conocimiento consideramos “util” y al servicio de quienes…
ER: Exactamente. Eso me parece fundamental.
LRC: Eso sobre la libertad. Y decías que la Reforma también introduce la idea de derechos.
ER: Sí. Que es una idea, una palabra, que hoy se nos ha vuelto muy importante para caracterizar qué cosa es una institución, una universidad o una sociedad democrática. De hecho, a lo largo de todo el siglo XX uno puede pensar los procesos de democratización social en América Latina como procesos de ampliación de derechos. Y lo mismo vale para los primeros años del siglo XXI, para los años de los procesos de democratización, en todos o en muchos de nuestros países, bajo el signo de los “populismos avanzados”, para llamarlos de algún modo, que gobernaron, en números redondos, entre 2000 y 2015, y que fueron procesos de ampliación de derechos. Y eso incluye, en un lugar importante, me parece, en la retórica y en la acción política de estos gobiernos, los derechos educativos en general y los universitarios en particular. En los documentos de la Reforma, la palabra “derecho” aparece usada en un sentido más prudente. En el Manifiesto lo hace dos veces. Una, cuando los estudiantes reformistas se burlan del “derecho sagrado de los profesores”. El derecho, ahí, aparece como un poder instituido que debe ser cuestionado. La otra, cuando se dice que los estudiantes “tienen derecho” a gobernar la Universidad, es decir como una capacidad instituyente de nuevas situaciones que es reclamada, que debe ser reivindicada. En esos dos sentidos, como derecho “objetivo” y como derecho “subjetivo”, la palabra “derecho” adquiere una entonación interesante, y anticipa uno de los grandes temas sobre los que giraría la discusión política sobre la democracia en el siglo siguiente en toda la región.
LRC: Tomando en cuenta estos tres ejes, quisiera preguntarte sobre cada uno. En primer lugar, sobre la impronta latinoamericana. Y pensaba, en términos de la situación política internacional, en cuánto la Reforma podía estar influenciada por ciertos ideales de la Revolución de Mayo, por un lado, y qué influencia pudo haber tenido la política exterior norteamericana (a partir de la actualización de la doctrina Monroe) o la Revolución Rusa de 1917.
ER: Creo que hay en la muchachada del ’18 un eco evidente del ideario de Mayo. Eso aparece explícitamente en los documentos. Y me parece que está muy presente. Y ciertamente, me parece que tiene que ver con un contexto internacional. Está ahí nomás la guerra hispano-yanqui en Cuba, está ahí nomás José Martí, está ahí nomás el anti-imperialismo –en una clave más espiritualista– que uno puede encontrar por ejemplo en el Ariel de Rodó, o en Ingenieros. Y me parece que cada vez que ha aparecido la idea de una solidaridad latinoamericana en el terreno universitario a lo largo de la historia de nuestros últimos dos siglos (y a mí me parece que esto ocurrió tres veces: a comienzos del XIX, a comienzos del XX y a comienzos del XXI) ha sido en contextos internacionales en los que esa solidaridad regional universitaria cobraba un sentido específico. Quizás la diferencias es que si a comienzos del XIX, bajo el signo de la independencia, y a comienzos del XX, bajo el signo de la libertad, esos movimientos universitarios latinoamericanistas surgían más “de abajo hacia arriba”, más como un impulso del movimiento estudiantil o de la vida política, a comienzos del siglo XXI a lo que asistimos fue a una fuerte orientación, por parte de gobiernos que tenían una marcadísima impronta latinoamericana y anti-imperialista, de promover (no solamente en sus universidades sino en muchas de las instituciones de sus sociedades) un espíritu latinoamericano que no necesariamente pre-existía. Que no estaba en la sociedad. Me parece que ahí hubo una cosa más marcada “de abajo a arriba” en los comienzos del siglo XIX y XX, y una cosa más jacobina, más “de arriba abajo”, del latinoamericanismo del siglo XXI, que tiene un enorme interés pero también evidentes límites. Y después, claro, las revoluciones: la rusa del ’17, pero también, antes, la mexicana del ’10. Son influencias decisivas. Sobre la rusa, su influencia sobre los escritores argentinos de la segunda década del siglo XX es muy grande. No sé: pienso en Ingenieros, que es un autor que estaba cerca del espíritu de los reformistas del ’18. Por supuesto, se trataba de un interés “prudente”: Ingenieros, al mismo tiempo que celebraba la revolución rusa (lo hizo hasta el final: hasta su último discurso, de 1924, que fue un homenaje a Lenin, que acababa de morir), se cuidaba de decir todo el tiempo que ojo, que las situaciones eran distintas, que aquí la cosa debía seguir una vía más evolutiva…
LRC: La segunda cuestión tiene que ver con la impronta obrerista que mencionabas. Esta empatía entre sectores intelectuales, que a priori podríamos decir pertenecientes a la elite, porque en aquel entonces el acceso a la Universidad, socialmente hablando, no era para cualquiera, y los sectores de la clase obrera. Y aquí el problema tiene que ver con estos “desencuentros” de los que hablabas, y que traías a colación el trabajo de Portantiero. Y uno podría ubicar como antecedente de este “desencuentro” de los reformistas con el primer peronismo a la relación de la generación del ’37 con el rosismo, que también presenta la disyuntiva de una elite intelectual con aspiraciones hegemónicas y con interés de representar a las masas populares, como, por ejemplo, Echeverría y su Dogma Socialista. Y en este sentido, pensaba: ¿que hay de trágico en la historia nacional en este punto?
ER: Es el gran tema gramsciano en la Argentina. Es el tema de la hegemonía o de la articulación entre las elites intelectuales y el pueblo, su cultura, sus formas de organización y sus liderazgos. Y la comparación que proponés me parece enteramente razonable. Pienso en dos cosas. Una, la novela de mi amigo y maestro Horacio Gonzalez Tomar las armas, cuyo protagonista es un profesor de sociología al que los amigos cariñosamente lo llaman “Echeverría” porque da clases sobre Echeverría, y que les da esas clases a los militantes. Me viene a la cabeza esta novela de Horacio porque lo que está ahí en juego es una reflexión sobre la generación del ’37 y su desencuentro con las masas de mediados del siglo XIX como telón de fondo de la discusión sobre la lucha armada en la Argentina de los años ‘70. Lo segundo que se me ocurre es la continuidad de preocupaciones entre esos dos notorios gramscianos argentinos que fueron Héctor P. Agosti y Juan Carlos Portantiero. Uno de los primeros, y muy importante, libros de Agosti fue justamente sobre Echeverría, en la línea de lo que escribiría después en Cultura y Nación, y que tiene que ver con esto, es decir, con la capacidad de las elites intelectuales para construir hegemonía frente a unos sectores populares y una cultura nacional con la que esas elites tenían un prolongado desentendimiento. Y la preocupación de Portantiero, y la razón por la que escribe ese gran libro que es Estudiantes y política en América Latina, es pensar también una dimensión de ese desencuentro. Habría muchas cosas para decir sobre ese libro, pero dejame mencionar solo una. El libro de Portantiero, que es del año 1978, es en realidad una edición en castellano, realizada en México, de un libro que él había publicado siete años antes en italiano, y que formaba parte de la discusión que tenían Aricó y Portantiero con los comunistas italianos sobre el ’68 francés. Lo que decían Aricó y Portantiero sobre ese movimiento, que expresaba una fuerte alianza obrero-estudiantil, y que había estallado en París y se había replicado en Italia, en Alemania y por todos lados, era que nosotros, acá en la Argentina, habíamos tenido un antecedente muy claro de eso en la Argentina, y que valía la pena pensar ese antecedente. Se trataba de pensar esos momentos de alianza obrero-estudiantil, de alianza entre las izquierdas sociales y las izquierdas intelectuales, o entre los sectores del movimiento obrero y la izquierda universitaria, a la luz de ese primer momento, de esas luchas en América Latina, que había sido la Reforma del ’18. Y ese libro de 1971 tenía como penúltimo capítulo un texto muy interesante que se titulaba “Estudiantes y Populismo”, donde Portantiero discutía muy severamente con los grupos estudiantiles reformistas a propósito de su desencuentro con el peronismo en los años 40 y 50. Decía algo que también dice Adriana Puiggrós: que la reforma del ’18 tiene como dos patas. Que por un lado está inscripta en la gran tradición liberal y por otro lado está inscripta en la gran tradición nacional-popular. Pero que a la hora de escribir su propia historia, el movimiento reformista eligió una de esas tradiciones, que fue la tradición liberal, anti-popular. “Eligió, y eligió mal”, decía Portantiero, discutiendo mucho con ese movimiento reformista, en un momento de su propio itinerario intelectual en el que estaba apostando a que una izquierda universitaria menos necia en relación con el movimiento popular pudiera ser un sujeto revolucionario. Siete años después, cuando el libro aparece durante el exilio de Portantiero en México, después de la gran derrota de los movimientos populares y de la gran derrota de la insurrección en América Latina, esa ilusión ya se había ido al tacho, y ahí Portantiero retira ese capítulo y lo saca del libro. Y al libro lo titula, no ya Estudiantes y revolución…, como se había titulado el italiano, sino Estudiantes y política…, como lo conocemos. De la pregunta por la revolución pasamos a la pregunta por la política. Y elimina ese capítulo de reproche a la izquierda reformista anti-peronista.
LRC: Y, por último como para ir terminando. La idea de democratización como aporte de la Reforma. Vos señalabas la importancia de las nociones de Libertad y Derecho. ¿Pero no se encuentra ausente la idea de Igualdad?
ER: Me parece que la idea de igualdad, que por supuesto es fundamental, va de la mano de la idea de derecho. No necesariamente con la idea de libertad, que en ciertos modos de pensarse puede convivir con formas diversas de desigualdad. En cambio la idea de derecho presupone la idea de igualdad. Tenemos los mismos derechos porque somos iguales. Eso permite pensar en un asunto sobre el que no vamos a tener tiempo de profundizar, pero que a mí me interesa mucho, y que es el asunto de la relación entre la lógica de los derechos y la lógica de la inclusión. Lo digo rápido: la idea de derecho se sostiene sobre el postulado de la igualdad, y la idea de inclusión se sostiene sobre la constatación, de hecho, de la desigualdad entre los hombres, entre las personas, entre sus posiciones, sus situaciones, sus condiciones de vida. A mí me parece que es interesante señalar esta tensión, porque muchas veces la retórica de los procesos de democratización social y política, que usa mucho ambas categorías, la de derecho y la de inclusión (como las usó mucho entre nosotros el kirchnerismo), lo hace sin percibir que se está hablando de dos cosas diferentes y que tienen supuestos también diferentes. La idea de derecho, en efecto, presupone la idea de igualdad. Pero como, de hecho, todos no somos iguales, sino que somos desiguales, aparece la idea de inclusión para hacer que quienes se quedaron afuera por la razón que sea puedan “entrar”. Entrar al sistema educativo, al sistema social, al sistema previsional, etc. La pregunta que para mí es interesante es cómo hace un movimiento de democratización de la vida social, política, cultural y educativa para hacer convivir armónicamente la idea de derecho y la idea de inclusión. Porque si nos quedamos cacareando en el aire la idea de derecho, como si todos fuéramos iguales, descuidando el hecho de que desde muchos puntos de vista no somos iguales, corremos el riesgo de limitarnos a postular la bella idea de una igualdad en realidad inexistente, mientras la desigualdad se reproduce entre nosotros destruyendo la vida de los más desfavorecidos. Ahora: si solo hacemos políticas inclusivas sobre la base del postulado de la desigualdad que de hecho existe entre las posiciones y las condiciones en las que viven las distintas personas y los distintos grupos, lejos de cualquier horizonte de igualdad, corremos también el riesgo de reproducir, en lugar de revertir, las desigualdades con las que combatimos. Y esto me parece tan peligroso como lo primero. Entonces la pregunta es cómo hacemos convivir la preocupación por los derechos con la preocupación por la inclusión. Es decir, la preocupación por la igualdad con la preocupación por cómo corregimos las distintas desigualdades que persisten entre nosotros. Yo creo que la idea de igualdad es una idea fundamental en la gran tradición democrática, popular, movimientista argentina. Acordate: “Para que reine en el pueblo el amor y la igualdad”. La idea de igualdad es un horizonte fundamental e irrenunciable de los movimientos de democratización social, política y educativa.