Número 11
Derechos Humanos
Duelo, desobediencia y deseo
En el bosque de la historia hay senderos de desobediencia. Desobedeció Julieta Lanteri cuando quiso votar y ser electa y para eso se inscribió en el servicio militar. Y Victoria Ocampo cuando fugó de la obligación matrimonial para gozar en brazos de su amante y también para inventarse. Desobedeció Eva Perón cuando desafió las prescripciones sobre cómo actúa una primera dama y cuando decidió cumplir el viejo reclamo del derecho al voto femenino. Desobedecieron las militantes de todas las generaciones y las muchachas que acortaron sus polleras y tomaron anticonceptivos para no estar obligadas a la maternidad. Desobedecieron las mujeres que estaban reclamando por sus hijos y que tradujeron la orden de “circulen” en un hecho político fundamental. También las que buscaron a sus nietos contra toda restricción. Desobedeció Milagro Sala al imaginario sobre qué debe ser un pobre, humilde y bueno y lo hace la que denuncia al hombre que la violenta. Desobedecieron las pibas que se hartaron del acoso callejero y las que hicieron los primeros piquetes en los noventa, las maestras de la carpa blanca y las travestis que se distanciaron de su condición biológica. Desobedientes las que fundaron los encuentros nacionales de mujeres y los alimentaron con tenacidad militante; las que abonaron el feminismo en las catacumbas y aquelarres secretos y las que lo situaron en la escena pública.
Es el sendero de la desobediencia, más que el de la resistencia. Desobediencia tiene aroma de fuga, corazón de rebelión, desprendimiento. Resistencia hace pensar en una ciudad sitiada que hay que defender, en una identidad amenazada que hay que proteger. Desobediencia es un impulso, una voluntad, un deseo, un conjunto de actos y prácticas: sabe menos lo que es que lo que no acepta. Las luchas de mujeres y el feminismo implican la inicial decisión de separarse de los mandatos, hacer otra cosa que aquello que está naturalizado, desprenderse del ropaje que el costumbrismo social arroja sobre nuestros cuerpos y de los roles que el sistema patriarcal exige con más o menos dureza.
Muchos son los modos de desposesión de las mujeres: económicos, sensibles, de tiempo, de autonomía. Patriarcal es el sistema que organiza esos modos de expropiación y sujeción. Que condena, en nombre de las diferencias naturales o culturales entre los sexos, a la realización femenina de las tareas domésticas y de cuidado impagas. La relación entre género y trabajo no remunerado arroja a una parte de la población a la sobreexplotación. La misma parte que nunca es totalmente mayor de edad, porque no puede decidir sobre su cuerpo y deseo en lo que atañe a la maternidad. Que es obligada a parir si el azar biológico le toca. Un varón puede elegir; una mujer puede ser criminalizada si lo hace. No dispone de sí misma.
Desposesión del cuerpo propio y del tiempo, que pasa a ser de otros. ¿Qué mujer no ha vivido con culpa un tiempo dedicado al ocio y que aparece como robado a la familia o a las tareas del hogar? ¿Qué mujer no recibió alguna vez la admonición: qué querés si salís así vestida? Patrones de conducta y normalización que son el subsuelo de la negación de autonomía que implica el femicidio. La crueldad es inscripción de ese mandato. La mano del femicida es una suerte de máquina kafkiana, que inscribe la condena del patriarcado sobre el cuerpo de la víctima. Por eso, nuestro duelo nos hace tomar las calles, es demanda y deseo: Profundo deseo de transformación.
Si la deuda es condición de la sumisión del cuerpo a intercambios que impiden la reciprocidad –se es deudor o acreedor en cada relación-, el duelo es –como escribe Judith Butler- reconocimiento de una interdependencia que está en el origen mismo de la vida y que permanece como huella inconsciente, velada tras la idea de autonomía individual. El duelo recupera la condición corporal común: la vulnerabilidad. Por eso, es público, no sólo íntimo; revela el entre-nos, lo que desconocemos de nosotros mismos y sabemos en ese lazo y no otro. El duelo no es melancolía. Es fuerza activa, reconocimiento de comunidad, política. Desde Ni una menos, en 2015, decidimos ponerle palabras, imágenes, pasos en común a los asesinatos. Allí donde otros apelaban a patrones normativos, inscribiendo el crimen como sanción inaceptable al desplazamiento de la norma, pero a la vez señalando que la norma debe ser preservada (como ocurrió con el titular de Clarín sobre Melina: fanática de los boliches abandonó la secundaria), nosotras dijimos que había que tomar la denuncia en un sentido anti normativo. Lo que venía a hacer el asesino era sancionar el desvío. A su loco modo, con la crueldad que otras pedagogías relegan o desconocen. Hicimos del duelo una condición común, fundadora, militante. Al hacerlo, nos inscribíamos en la potente tradición de las madres de plaza de mayo, nuestras bravas antígonas.
Las derechas saben interpretar la vulnerabilidad. Afirman al individuo separado, autónomo y sujeto a amenazas de toda índole. Cada vivencia de fragilidad puede ser reconvertida en, corrida hacia tecnologías protectoras –médicas, securitistas- o dar lugar a modos de venganza y ejercicios punitivistas: que pague lo que hizo, que otros paguen por lo que alguien hizo. Seguridad es el modo de tratar nuestra fragilidad de un modo reactivo. Buscamos crear otro, que enlace lo singular de cada vida –nuestras vidas personales- y el deseo como sustrato de la experiencia común y política. Por eso, buscamos construir un paro el 19 de octubre del año anterior y un paro internacional de mujeres para este 8 de marzo, el día de la mujer trabajadora. Hay que abrir el significante “mujeres” para encontrar dentro de la palabra una diversidad de existencias, un conjunto de femineidades que se reconocen o producen a distancia de una condición biológica, una ética sensible desde la cual fundar otras políticas. Y a la vez, abrir la zona de complicidades y alianzas con los varones feministas. Encontrar lo que no es machismo en un mundo machista: hacerlo crecer y darle espacio. Tramar alianzas insólitas.
A principios del siglo XX un teórico y sindicalista francés, Georges Sorel, escribió un libro que marcó generaciones: Reflexiones sobre la violencia. En el horizonte de un marxismo achatado en luchas tácticas y reformismos varios, se preguntó cómo reponer la fuerza de la revolución. Dijo: construyendo el mito de la huelga general. Una imagen fuerza, una interpelación de voluntades, un llamado al entusiasmo colectivo. La idea de que se puede parar el mundo y que eso es posible por la fuerza de los trabajadores. No importa que tal huelga absoluta sea irrealizada, si no que esté en el horizonte de los conflictos parciales, arrojando su luz iridiscente sobre todos ellos. En tiempos en los que la revolución aparece como pasado, las huelgas tienen su énfasis táctico y su traducción a ciertos posibles. Ocurre un acontecimiento cuando retorna a la escena lo inconmensurable, lo que desborda todo lo que podamos enunciar y conseguir, porque alude a la fundación de lo que desconocemos.
Mujeres de distintos países del mundo llamamos a un paro. Decidimos parar. A la vera de la potestad sindical de llamar a un paro está este impulso, una fuerza múltiple de mil cabezas, que lo incita. La ofensiva neoconservadora es linchadora, persecutoria, denegadora de derechos. Nos quiere cazar como brujas: deportar como migrantes, precarizar como trabajadoras, encarcelar como militantes, asesinar como díscolas. A esa política reestructuradora de sociedades, hay que oponerle otra fuerza: democrática, feminista, plural, igualitarista y cooperativa. Contra la crueldad oponemos feminismo. Es nuestro modo de resguardar la vida, no entendida como algo biológico e individual, sino como la trama de afecto, creación y producción que hace posible y deseable vivir. Siempre con otrxs. Por eso, desde la primera marcha de Ni una menos, dijimos que queríamos hacer de la calle un espacio de hospitalidad y del movimiento de mujeres el lugar donde pueda conjugarse la algarabía de las diferencias.
Nuestra movilización callejera siempre tuvo un doble rostro: pedimos pulseras electrónicas para los violentos y refugios para las víctimas, pero sabemos que son herramientas paliativas en una situación en la que la violencia criminal es síntoma más que desvío. Pedimos registro estadístico de femicidios pero necesitamos cambiar el mundo para que no los haya. Nos organizamos para trastocar todo, dijimos ante el paro que nos esperaba el 8 de marzo y no es exageración: la violencia se ejerce de muy distintos modos, se engarza con todas las prácticas sociales; con ideas y creencias asentadas en el sentido común; con los modos de producción y acumulación económicos.
El 8 de marzo las mujeres paramos. Paramos contra todos los métodos de expropiación de nuestro trabajo, nuestro tiempo, nuestra inteligencia, nuestro deseo, nuestra capacidad de fundar comunidad. Porque nos encadenan con la biología y las finanzas. Porque tenemos que disputar cada acto de libertad y cada espacio de decisión: nada nos está dado. Paramos por las mujeres que faltan, las asesinadas, las cautivas en redes de trata, las presas políticas. Quisimos que ese día, el de nuestra huelga, fuera la luz que tiñera el año, la luz que hiciera visibles las luchas y conflictos, también la que señalara esa zona que estamos creando: la del mundo en el que queremos vivir.
Frase con la que Mao (ca. 1968) motorizó el ascenso de las mujeres como parte del movimiento revolucionario. Cabe precaverse de una lectura demasiado occidental, más aún cuando la reflexión política de Mao no estaba exenta del pensamiento tradicionalista chino:
De ésta manera el Tao es el todo que encierra en sí pureza y turbulencia, movimiento y tranquilidad, cualidades que se ordenan en los contrarios cielo-hombre / tierra-mujer. La frase de Mao no implicará la cristiana idea de que el cielo estaría compuesto por una mitad femenina y otra masculina, sino que la tierra (las mujeres) constituye la mitad que sostiene a la otra, es decir, el cielo (los hombres). Así, conquistar la “otra mitad”, conquistar el cielo, supondrá alcanzar la igualdad entre los géneros.