Campos de batalla

Ir a nuestras universidades a vivir, no a pasar por ellas… esperar que de la acción recíproca entre la Universidad y el Pueblo surja nuestra real grandeza.

Deodoro Roca. La nueva generación americana.

“Quién sabe, Alicia, este país no estuvo hecho porque sí” – cantaba Serú Giran. Se trata de un interrogante que no deja de interpelarnos, puesto que como universitarios y académicos nuestros “saberes” deberían –¿deberían?– poder explicar, y tal vez anticipar, ciertas situaciones de lo que nos acontece. Pues bien, como no es el caso, corremos como el conejo blanco, siempre tarde, con la expectativa de encontrar alguna señal que permita darnos cuenta hacia dónde vamos, aun cuando sospechemos ya en camino que nada bueno nos espera en el lugar al que creemos arribar. En el mientras tanto, los poderosos de siempre continúan su marcha contra los derechos de la población, alineando las instituciones del Estado y aplicando la aséptica terapia de la “economía” para barrer de hecho con ellos. Inflación, devaluación, endeudamiento, ajuste, recesión, políticas clásicas (acompañadas por el FMI) que erosionan nuestras condiciones de vida, día a día, sin que se presente de manera manifiesta la violencia que estas medidas portan, hasta que ya es demasiado tarde.

De todas maneras, del otro lado del espejo no se está solo, y así como el gobierno ha planteado sus políticas, una parte de la sociedad resiste con toda la fuerza que puede y tiene. Se podrían señalar las numerosas huelgas que se han desarrollado a lo ancho y largo del país como respuesta a la depreciación de las condiciones de vida, a la pérdida del empleo o contra el avasallamiento de derechos, etc… Pero si bien el lenguaje de la economía se ha reposicionado en el campo político y –de atenernos a los discursos gremiales– parece haber un retorno de la “lucha de clases”, al “movimiento obrero” le falta mucho por hacer. El carácter fragmentario y sectorial de las luchas, producto de las diferencias propias del aparato productivo y la estructura laboral; los problemas que transita una conducción (o por lo menos una parte de ella) cuyos compromisos no siempre parecen estar al servicio de la causa; y otras condiciones de corte imaginario, cuyas implicancias suponen nuevas identidades e identificaciones de los asalariados; dificultan su acción como sujeto político. La diferencia se vuelve importante cuando se siguen los pasos del colectivo feminista, cuyo movimiento manifiesta una mayor vitalidad. En efecto, su capacidad para instalar temas en la agenda pública, para interpelar a la población y para movilizar han dejado su marca en el 2018, más allá de si hay victorias concretas que festejar. Y esto se nota en aquello que de singular parece tener el movimiento: a la denuncia respecto de la misoginia permanente en la que como sociedad nos construimos, las feministas han producido una simbología propia y característica pero que ha excedido su origen. Así, por ejemplo, el uso del pañuelo verde se ha vuelto un símbolo capilar de su lucha y de su identidad que muestra la magnitud de su alcance. Y más importante, lo que también manifiesta su éxito, es que han sido copiadas por sus propios opositores, así como se ha expandido su uso a otros temas. En todo caso, el año ha transitado en un cruce de clasismo y misoginia, siendo hasta el momento la respuesta del colectivo feminista la más exitosa, sin que esto suponga un repliegue o una superioridad de una sobre la otra. Tanto el capitalismo como el patriarcado son estructuras de dominación que se yuxtaponen y solapan sin que necesariamente converjan entre sí, de modo que la grieta que ambos conjuntos producen no corta de igual manera a la sociedad.

En este contexto, la universidad y el sistema de ciencia y tecnología se han visto afectados de manera particular por el ajuste de Cambiemos, y todo parece indicar, de aprobarse el presupuesto, que el año que viene será aún peor. Cabe retener que el conflicto que nos atraviesa no se reduce a una cuestión paritaria y presupuestaria, sino que se proyecta sobre el sentido de la universidad y la ciencia en el país. No sólo presenciamos un hostigamiento a las condiciones materiales que sostienen la Educación Superior pública, gratuita y laica, sino que además se ha planteado una disputa acerca de su sentido y rol. El gobierno amarillo ha menoscabado siempre que pudo a las universidades y al sistema de ciencia y tecnología. El cuestionamiento permanente al pensamiento crítico, la prédica de –digámoslo benignamente– una especie de pensamiento lúdico, el cinismo y la descalificación para con aquellos que llegan a la universidad, etc., configuran una matriz de pensamiento que no hace más que consolidar la brecha social entre “ricos” y “pobres”, eso sí, disfrazada de educación 2.0.

Conviene, entonces, retomar las palabras del epígrafe pronunciadas por ese gigante del pensamiento argentino que fue Deodoro Roca. En el centenario de la Reforma Universitaria, la universidad no puede ser ajena a los tiempos que corren. Su producción, sus saberes, sus prácticas, no son asépticas ni están exentas de la carga política-ideológica en la cual el país y el mundo están insertos. La universidad también es una arena desde la cual – y por la cual – hay que combatir. Esto implica ser algo más que una institución donde se intercambian conocimientos y/o contenidos. La universidad no es ni puede ser un lugar para el despliegue de las capacidades puramente individuales. Por el contrario, aquellos que se forman en ella no pueden limitarse a ser meros profesionales, sino que tienen que ser sujetos de la vida nacional, tienen que aspirar a una finalidad colectiva. Esto supone un compromiso como miembros de una comunidad que vaya más allá del cumplimiento de la mera función. Se trata de algo más que de enseñar y aprender, algo más que pasar por materias y alcanzar una titulación. Debiera de ser una comunidad en la que cada uno y cada una, además de explotar su potencial, se construya como un sujeto que aspira a transformarse, para así influir en la sociedad que habita. Asumirse como miembro de un colectivo que amerita lo mejor de cada uno y lo mejor para todos y todas. La Universidad no puede ser para ninguno una mera experiencia de tránsito, sino que debiera ser una experiencia plena y existencial: “ir a la universidad a vivir” – tal es el mandato que los reformistas nos legaron. Pero que no se agota allí puesto que la “real grandeza” sólo surge entre la Universidad y el Pueblo. Cabe señalar que a primera vista – y teniendo en consideración la época en que Deodoro escribe– pareciera existir un hiato entre la Universidad y el Pueblo (la mayúscula ha de sostenerse), puesto que la conjunción mantiene su valor adversativo. Pero en la actualidad, y debido a los ataques reiterados que desde el poder emanan, la “y” no puede ya tener el mismo valor y deberá considerarse en otro plano. Hoy por hoy la Universidad constituye un campo de batalla, justamente porque ésta se ha llenado de Pueblo. Porque la institución “junto con” el Pueblo le ha dado su verdadero carácter transformador y subversivo. Por eso mismo, el mandato de “vivir” la Universidad adquiere más relevancia que nunca. Porque el programa oligárquico desplegado por el gobierno actual supone el retroceso que significaría la expulsión –lisa y llana – del pueblo de la universidades. Porque en la historia nacional, con sus avatares y repliegues, la universidad se ha mantenido –no sin luchas – como un espacio de acceso popular, como una conquista, que hoy quieren quitarle. Por eso, hoy más que ayer, la Universidad hay que vivirla, hay que sostenerla, hay que habitarla. Porque sus saberes, sus prácticas, sus conocimientos, no son propiedad de unos “guardianes” cuyos privilegios los distancian de las masas. Muy por el contrario, la ciencia y el saber crítico se encuentran en nuestro país a disposición de todos, cuyo acceso –siempre difícil– encuentra en las instituciones universitarias una facilidad no replicable en otras organizaciones nacionales. Frente al barbarismo que mundialmente se acrecienta día a día, nuestro deber como comunidad es mantener esta conjunción que en nuestro país se ha conquistado y por la cual debemos luchar. Por esto mismo, el mandato de la hora consiste en “vivir la universidad”, que significa habitarla, apropiarse de ella, en toda su potencia y capacidad, para que así sea la manifestación de un triunfo colectivo: de un país que pone al servicio de la sociedad lo mejor que tiene para que, de una buena vez, dejen de abundar dolores y nos sobren libertades.