Aniversario rojo en un octubre amarillo

Into this house we’re born
Into this world we’re thrown
Riders of the Storm – The doors

“Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías” escribió Borges. La victoria de Cambiemos parece confirmarlo. La rueda gira a favor de los poderosos, una vez más. Acaso nunca dejó de hacerlo. Y así estamos: nuevos ajustes, nuevos recortes, nuevos congelamientos de salarios, nuevos despidos, nuevas deudas, nuevas persecuciones, nuevas cárceles, nuevas muertes, nuevos hambres, nuevas miserias. Tantas novedades, más bien son repeticiones, hacen que uno se sienta tentado a exclamar – de nuevo con Borges: ¡Pero, ché!

La modernidad – si es que seguimos en ella – nos reprocha con la Historia en su mano que las cosas nunca son iguales a sí mismas. De esta manera, las repeticiones no serían tales sino meros trajes, meras apariencias, de lo nuevo que no sabe presentarse de otra forma. Y así, vemos a muchos buscando las palabras adecuadas para caracterizar la situación, tratando de evitar las trampas de la memoria y del lenguaje que no alcanzan a definir lo nuevo sin lo viejo. De modo que para muchos, aunque esos “muchos” parecen más bien “pocos” al lado de los resultados electorales, la nueva (¿nueva?) situación se asemeja a un retorno a los ’90, al ’76, al ’55, incluso a la Argentina oligárquica de Roca y sus acólitos. Ciertamente, hay razones para ello. El programa económico desplegado parece un comprimido de Martínez de Hoz a Cavallo en menos de dos años. La persecución a opositores recuerda las acciones de la Libertadora o del Proceso, con las mismas excusas y abusos. La represión en la Patagonia nos recuerda a la “Campaña del desierto”. Pero es cierto, aunque tenga cuatro patas, cola y ladre…esto no es una dictadura. El voto popular, soberano último de toda República, rubrica con su aura la legitimidad del gobierno actual que, pese a desconocer todo procedimiento republicano, se monta en él para sancionar y avasallar todos los derechos adquiridos y retroceder en el terreno de dichas conquistas todo lo que pueda.

No se puede negar la paradoja. A diferencia de otras situaciones en este caso no se realiza una opción ex machina que viene a patear las conquistas populares desde fuera. Por el contrario, es la propia soberanía popular la que se pone la soga al cuello. Si había límites en el anterior gobierno, cuestionables, criticables, reprochables y/o corregibles, la opción no ha sido superarlos en un sentido de mayores derechos, mayores libertades, mejores condiciones para nosotros las masas. En cambio hemos pasado a situaciones predominantemente egoístas e individualistas. Hemos regresado a una competencia caníbal donde el bienestar ajeno no es más que el síntoma de la pérdida propia. Y se sabe, homo homini lupus, que todo lo bien que puede estar el otro es antes que nada una conspiración contra el bienestar propio.
Así las cosas, la Argentina enfrenta nuevas reformas previsionales, fiscales, laborales que de repetidas huelga ver en ellas las novedades de época. El gobierno las acompaña con represión, desapariciones, muertes, persecuciones y arbitrariedades varias que si bien no son nuevas en nuestra historia lo que nos deja perplejos es lo desembozado de su accionar y el descaro del festejo con el que éstas prácticas vienen acompañadas. Un periodista supo acuñar la frase “la derecha salió del closet” y Ezequiel Adamovsky retomó la idea de “microfascismos” de Gilles Deleuze para explicar las circunstancias actuales. Ambos argumentos tienen asidero sólo si aceptamos que dichas cuestiones no se rigen por una construcción sociológica que delimite los campos políticos entre derecha e izquierda. El corte es transversal – socialmente hablando – y nos enfrenta ante lo propiamente político del caso. Tal vez ahí radique la cuestión: un retorno de la política sin más condición que su propia inmanencia, sin más prefiguración que la delimitación ideológica de intereses múltiples que no pueden reducirse a determinaciones precisas, cuya articulación además de ser singular también es contingente. De modo que lo atávico convive sin contradicción con lo progresista, provocando desplazamientos que no son asibles desde encuadres tradicionales (es decir, a los que estamos acostumbrados).
En todo caso, la cuestión planteada nos remite una vez más a una formulación antigua pero no por eso menos actual: ¿Qué hacer?

Respuesta que nada tiene de sencillo, ni simple, ni de receta.

Cuando Nikolái Chernyshevski escribió su famoso libro, seguramente no pudo imaginar que serviría de título y guía para toda una generación de revolucionarios rusos, cuyo máximo exponente terminaría derrocando a la autocracia zarista en 1917. Su escritura se convirtió en un modelo de acción para muchos hombres y mujeres, pero es de suponer que jamás se le ocurrió que de sus palabras pudiesen surgir los modelos revolucionarios del siglo XX. Más aún, a nadie se le puede escapar que tales modelos se encuentran agotados para intervenir en la situación actual y difícilmente podamos encontrar en su obra, o la de Lenin, las respuestas necesarias para las condiciones actuales del movimiento (si es que hay “movimiento” puesto que nadie discute que haya gente que se mueva, pero todos sabemos que “movimiento” es otra cosa). Dispersión, aglutinamiento circunstancial, direcciones pendulares, desconfianza, victorias pírricas, múltiples frentes de conflicto, todas cuestiones que conspiran contra la posibilidad de una resistencia efectiva frente a una política de derechas que no cesa en su avance y que posee legitimidad de origen, sin que haya en el horizonte próximo una salida positiva.

¿Qué hacer? Para quien escribe estas líneas una respuesta de tal magnitud le excede. Sin embargo, cabe aquí recordar a quien supo hacer de esa pregunta un programa de acción capaz de organizar y dirigir los diez días que conmovieron al mundo, y que dieron lugar al acontecimiento que marcó a fuego la historia del siglo XX, al punto de que dicha historia (la del siglo) empezó y terminó con dicha experiencia (al menos según la opinión de Eric Hobsbawm). No es cuestión de rendir un homenaje nostálgico, ni de esperar un Mesías. Tampoco se trata de hacer un análisis que permita recontextualizar una experiencia con fines didácticos actualizables. En todo caso, recordar la revolución soviética, y a Lenin, sirve (si es que sirve) para reflexionar sobre la historicidad de nuestras propias prácticas. No hay recetas ni mandatos. Sólo personas que han sabido latir al compás de su época. Ahora sí, si no hay Historia con mayúscula, no hay sentido prefijado, no hay leyes que prefiguren lo acontecido del acontecer, ciertamente hay quienes han podido surfear la ola de su tiempo, construyendo una forma de acción que supo aglutinar y hacer converger a todxs en una dirección posible de emancipación política y social. De modo que Lenin no fue sólo un hombre (y cabe señalar que no fue más que eso) sino también un nombre (de nuevo, tampoco más que eso) que supo condensar expectativas, esperanzas y una guía para una multitud que exigía frente al horror imperante en su época (la autocracia, la guerra, el hambre, la humillación, la explotación, etc.) un horizonte por el cual jugarse. La revolución de Octubre, los bolcheviques, el proletariado, etc., fueron antes que nada y sobre todo una multitud de personas deseantes por mejorar sus vidas, no sólo la propia sino la de todxs. Sus éxitos y sus fracasos no nos importan. Pero el sentimiento de comunidad, de acción colectiva, de implicancia y empatía con el otro, la certeza de que no hay mejora ni mundo mejor que no sea entre todxs y para todxs, constituye un valor que cabe reconocer y revalidar.
En este sentido, tal vez la mejor manera de seguir siendo fieles a esas consignas y valores de octubre sea reformulando la pregunta que desde entonces nos guía para transformarla en una interpelación colectiva: ¿Qué hacemos?