Número 11
Ficción
Antes rojo que rico
Relato ficcional basado en los acontecimientos ocurridos en Octubre de 1999 en el aeropuerto internacional de Miami que culminaron en la detención de Teófilo Stevenson.
Teófilo estaba sentado cómodamente en la barra del bar del aeropuerto mientras esperaba su whisky. El whisky era una de las pocas cosas que le gustaban del capitalismo y uno de los pocos gustos que se daba cuando viajaba.
Los aeropuertos también le gustaban. No sabía bien si era por el hecho de que todo el mundo estaba de paso, y eso le daba una extraña sensación de tranquilidad. O porque siempre había viajado como representante de la Revolución Cubana, y eso lo llenaba de orgullo.
Aquella tarde, de finales de la década del noventa, se encontraba volviendo de un viaje que lo había tenido como representante de Federación Cubana de Boxeo. Por esas curiosidades de la historia, el seleccionado había viajado a Miami para desarrollar allí una serie de combates amistosos frente al combinado norteamericano. Y Teófilo, retirado hace años, había sido designado por la revolución como miembro honorífico de la delegación.
A pedido de las autoridades del Partido, se había quedado unos días más que los púgiles, cumpliendo algunas presentaciones que tenían un carácter más diplomático que otra cosa. El vuelo privado de vuelta a Cuba se había retrasado por problemas técnicos que prefería ignorar, y él se había dispuesto a relajarse el tiempo que le quedara por esperar.
Tal vez lo de la demora fuese una excusa. No lo sabía. Desde su retiro definitivo de la competición en 1988 había comenzado a beber con mayor asiduidad. Un tremendo accidente automovilístico, sobre el cual prefería no pensar demasiado, había decidido por él sobre su continuidad en el ring. Y le había dado tiempo para pensar.
En momentos como ese se le hacía muy difícil no perderse en sus recuerdos. Lo impersonal del aeropuerto y lo ajeno que le resultaban la gente y el paisaje, le hacían sentir como si su historia se hubiese detenido.
***
Teófilo había nacido en 1952, unos años antes del triunfo de la revolución. Había vivido toda su niñez en la ciudad de Puerto Padre, al noreste de la isla. Como muchos, sus padres habían arribado en las primeras décadas del siglo XX a la región, motivados por el auge de la actividad azucarera. Su padre trabajaba en el puerto y su madre era ama de casa. Y como a muchos también, la pobreza no les era ajena.
A la escuela fue poco y nada. Antes del triunfo de la Revolución en Puerto Padre sólo existían cuatro escuelas primarias, y todas eran instituciones privadas. Alternaba sus días acompañando a su padre y jugando con sus amigos del barrio. Fue un período hermoso y muy peculiar.
A sus seis años de edad, había podido conocer y convivir con sus héroes de carne y hueso, que bajaban de la montaña para salvarlos de la tiranía. Aquellos personajes barbudos de los que oía hablar en la radio y sobre los que conversaba con su padre de camino al puerto, ahora lavaban sus ropas en su casa y conversaban con su familia en el desayuno. Fue un período de ensueño.
El triunfo de la revolución lo vivió como una fiesta. Toda la gente del pueblo salió a festejar. Las calles se llenaron de personas alegres y de muestras de afecto. Todavía recordaba cómo un enorme grupo de gente se había sentado frente al televisor del barrio, el mismo primero de enero por la noche, a escuchar al famoso conductor Eduardo Egea leer un precioso poema en homenaje a los revolucionarios. Cuánta alegría, cuánto deshago y cuánta esperanza. Él no alcanzaba a comprenderlo aún, pero lo que sentía en el aire era el siempre esquivo sabor de la justicia.
Los años que siguieron fueron años de plenitud para Teófilo. Entre aquel primero de enero y el primer Congreso Nacional de Alfabetización en setiembre de 1961, se crearon en Cuba quince mil aulas, casi el doble de las que existían antes de la revolución. Y casi instantáneamente se creó la Escuela de Iniciación Deportiva y, con ella, los Juegos Nacionales Escolares. Cantidades de jóvenes de distintos puntos de la isla comenzaron a ir masivamente a la escuela, a hacer deporte y a encontrarse en las competiciones regionales y nacionales. El joven moreno de Puerto Padre no sólo comenzó a ir regularmente al Colegio, sino que allí también, en la misma institución que hasta hace unos pocos años lo había mirado con desprecio, comenzó a interesarse por algo que los cubanos conocían hace tiempo: el sutil arte del intercambio de golpes.
A decir verdad, a Teófilo siempre le había gustado eso de los golpes. Su padre le había dicho una vez a uno de sus nuevos maestros:
-Lo mejor que tú puedes hacer es mandar al muchacho a aprender a boxear porque siempre se está fajando en el colegio, lo que él quiere es eso-
Pero sus primeros combates no fueron del todo exitosos. De sus primeras veinte peleas perdió catorce. Debutó muy joven, a los catorce años, y su físico no se había desarrollado plenamente aún. Era guapo y orgulloso, e iba al frente. Pero lo lastimaban mucho más de lo que él podía responder. Nadie podía imaginar en ese entonces que ese joven largo, medio enojón y desgarbado fuese a tener, años más tarde, una de las derechas más temidas del pugilato mundial.
Pese a las derrotas, las frustraciones, y algunas cargadas de sus compañeros, nunca dejó de intentarlo. Y es también que había crecido en un ambiente donde todo parecía posible. Más adelante, convertido ya un gran atleta, diría: “en realidad yo nunca perdí, porque de las derrotas se sacan experiencias y cuando se sacan experiencias, se gana”.
Mientras bebía su segundo whisky, y recordaba con una sonrisa aquellas primeras frustraciones, no pudo dejar de pensar en Andrei Tchervonenko. Por esos cruces literarios de la historia, la ciudad de La Habana no sólo tenía su emblemático parque Lenin, donde nunca hacía menos de treinta grados centígrados de calor, sino que había importado a algunos de los mejores entrenadores deportivos de Alemania Oriental y Europa del Este. El ruso Tchervonenko y el alemán Kurt Rosentritt eran dos de ellos. Después de haber ganado la medalla de oro en el Campeonato Juvenil de La Habana con diez y seis años, donde combatió por primera vez en la categoría de los pesados, ambos convocaron a Teófilo a formar parte del preseleccionado Olímpico que estaban formando.
Tchervonenko fue una enorme influencia en la vida de Teófilo. De él aprendió la importancia de la técnica, la disciplina y el sacrificio. No había nada más alejado hasta ese momento en la vida de Teófilo que el estilo marcial del soviético. Todas las mañanas se encontraban a las siete para entrenar jornadas maratónicas. Y pese a que el ruso era de sonrisa austera, había algo en su entrega, en su confianza y en su exigencia, que le resultaba muy parecido al cariño.
El soviético era un maniático de la técnica y Teófilo no lo iba a defraudar. Repetían los ejercicios tantas veces que no había forma de no incorporarlos. Andrei iba a convertir a lo que a esa altura ya era una imponente torre de masa muscular, en una máquina soberbia. “Es el peleador más perfectamente balanceado que yo haya visto jamás”, diría años después el reconocidísimo entrenador estadounidense Emmanuel Steward sobre él. Teófilo llegó a estar tan obsesionado con la disciplina que ante la atenta mirada de un grupo de periodistas y fanáticos inmortalizaría una frase que pocos (ni él) entenderían: “la técnica es la técnica y sin técnica no hay técnica”.
Y finalmente su gran noche llegó. En septiembre de 1970 se le presentó la chance de pelear con el campeón nacional de la categoría: el gran Nancio Castillo, toda una leyenda local. La pelea no pudo tener mejor escenario. Ocurrió en la Ciudad Deportiva de La Habana y se produjo a sala repleta. Y tampoco pudo tener un mejor desenlace. En el sexto round, y tras haber esquivado muy elegantemente la izquierda en punta de Nancio, el joven logró meter un tremendo derechazo de contragolpe, que envió a dormir sin sueño a la estrella local. El juez de la pelea podría haber contado hasta cien que Castillo no se hubiese levantado. “Derechazo fulminante”, tituló al día siguiente el diario Granma. Y así había nacido una estrella. Fue la primera vez que vio sonreír a Andrei.
***
Los alaridos de una señora gorda que le gritaba a su teléfono móvil al lado suyo borraron rápidamente el ajado y económico rostro de Tchervonenko de su mente. Su segunda bebida se había terminado y la voz de la señora le resultaba de lo más irritante. Su cuerpo claramente atiborrado de alimento, cargaba una exagerada cantidad de bolsas de compras mientras le comentaba (¿a una amiga?) las virtudes de una ciudad llena de descuentos y paseos de shopping. Al otro lado de la barra, un señor, también obeso, se llevaba a la boca con sus manos una cantidad impresionante de alas de pollo frito y salsa. Era llamativo que ese señor aún pudiese respirar.
Miami le parecía un zoológico. La gente se paseaba con ropas y accesorios que eran claramente más útiles para llamar la atención que para vestir. Compraban, comían y gritaban frenéticamente. Era una orgía de vulgaridades.
Casi como una provocación, detrás suyo, un hombre que estaba mirando la televisión le gritó a otro, entre risas:
-Hey, Carlos, mira a ese comegatos vestido de traje: ¡Por dinero baila el mono! Para pedir limosna al imperio no viste de fajina, ¿no?- El acento cubano de aquel hombre era inconfundible. Teófilo levantó la cabeza y vio claramente a Fidel en la televisión vestido de traje, dándole un reportaje a la cadena CNN.
Fidel había recibido al Papa Juan Pablo II y estaba hablando sobre aquella visita. Si bien había dejado de lado su ya clásico traje militar, y la visita representaba un claro gesto de apertura, nada en el discurso de Fidel había cambiado. Al pedido papal de que Cuba se “abra” al mundo, el líder revolucionario había respondido “Hoy, santidad, de nuevo se intenta el genocidio pretendiendo rendir por hambre, enfermedad y asfixia económica total a un pueblo que se niega a someterse a los dictados y al imperio de la más poderosa potencia económica, política y militar de la historia”.
El comentario de aquel cubano exiliado tomó por sorpresa a Teófilo. Sintió como si un golpe punzante le hubiese perforado la boca del estómago.
-Gusano hijo de puta comemierda- murmuró entre dientes. Una de las cosas más tristes que podían verse en las postales de La Habana luego de la caída de la Unión Soviética, era la ausencia de gatos y perros en las calles. Los poquísimos automóviles que circulaban, todos de la década del ´40, podían parecer pintorescos; la ausencia de mantenimiento de las casas y los barrios, era realmente peligrosa. Pero lo del hambre era otra cosa.
Teófilo sintió en ese momento la mezcla de años de cansancio histórico, enojo y frustración. Lo del fusilamiento del General Ochoa, que para él había sido uno de los grandes héroes militares de Cuba, había sido una especie de detonante. Pero, para ser honesto, venía acumulando amarguras hacía tiempo. Hacía tiempo que le costaba entusiasmarse con palabras como las que había pronunciado Fidel en el televisor. Encontraba cada vez menos ejemplos de renuncias, de verdadero compromiso revolucionario, y veía (o sentía) un cinismo cada vez más generalizado entre funcionarios medios y burócratas de escritorio.
Pidió una tercera copa y pensó que no importaba. Que nada de eso le hacía dudar de que él era, y siempre iba a ser, un hombre de la revolución. Pero era duro. Y lo último que le faltaba era escuchar a ese infeliz, gusano de mierda, riéndose y llamándolos “comegatos”, con el desprecio y la simplificación que sólo puede salir de un ignorante. Si hubiese tenido un rato a solas con él, le hubiese enseñando algunas cosas.
Bebió un sorbo del whisky e intentó calmarse. Aún faltaba una hora para el abordaje.
-Pedir limosna al imperio-, pensó. –Ya te voy a enseñar yo quién pide limosna-.
***
Aquella inusualmente fría mañana de enero de 1977 se levantó como de costumbre a las seis de la mañana. La calle estaba vacía y seguía oscura. Aún con sueño se puso sus pantalones de joggin celestes, la remera sin magnas que usaba para entrenar, y una campera liviana. Todos en la casa dormían. Se preparó un desayuno con mucha fruta, huevo y cerdo, y salió a correr.
Aquel joven moreno, desgarbado y buscapleitos que recibía más de lo que daba, hijo de un trabajador pobre de Puerto Padre, y de un pueblo que parecía condenado por la Historia (condenado durante la Colonia, olvidado por las independencias latinoamericanas, y destinado luego a proveer a los ricos de los vicios que el imperio se avergonzaba de tener en casa), era ahora campeón olímpico y mundial amateur de los pesos pesados. Poseía una pequeña casa en el barrio de Miramar, a unos kilómetros del centro de La Habana, y cerca del centro de entrenamiento olímpico. La casa era modesta, con tres habitaciones y un pequeño jardín, donde a la familia Stevenson le gustaba pasar los atardeceres disfrutando la partida de los calores agobiantes. Teófilo incluso manejaba un pequeño automóvil Lada de origen soviético, en el que apenas cabía, y que había recibido como premio por sus palmares deportivos. No le faltaba nada.
Aquella mañana, llegó al gimnasio a eso de las ocho, luego de correr los diez kilómetros que le tocaban ese día. Las calles de La Habana a esa hora eran hermosas. Andrei lo recibió con el mismo saludo y la misma expresión de siempre. Bebió un jugo de frutas, hizo algunos ejercicios de elongación, y comenzó su entrenamiento.
Entrenó con la potencia habitual. Ese día le tocaron ejercicios de transferencia. Intercaló flexiones de brazos con trabajo de bolsa. Hizo más flexiones que las que podía contar, y de todo tipo, y luego descargó la potencia acumulada en la pobre bolsa de arena. Le encantaba golpear la bolsa. Era fuerte y lo sabía. Y le gustaba sentir que cada día lo era más. Disfrutaba muy especialmente sentir cómo, de tanto repetir los movimientos del cuerpo, los iba naturalizando y cómo esto aumentaba su poder. No lo diría nunca públicamente. Pero a veces se sentía indestructible.
El boxeador alemán Peter Hussing, oponente suyo en Münich, había dicho sobre él: “Uno no tiene tiempo de ver su derecha. Y cuando la ve es porque la tiene ya sobre el mentón”. Así, por potencia, ganaría nueve de sus doce presentaciones olímpicas por knockout, y más de doscientas peleas por la vía rápida en toda su carrera.
Terminó de entrenar cansado. Eran las once de la mañana y el aire ya comenzaba a ponerse pesado. Tomó una toalla y fue a la oficina de Andrei. Para su sorpresa, el ruso estaba conversando con Julio Mesa. Julio era un importante miembro del partido y ocupaba un lugar en la Secretaría de Deportes hace años. Le gustaba particularmente el boxeo y podría decirse que se había hecho casi amigo de Andrei. Ambos estaban muy serios.
Apenas el moreno cruzó la puerta, Julio giró la cabeza y dijo:
-Buen día, Teo… He venido a contarte algo que aún es confidencial. Siéntate- Andrei apoyo la espalda sobre el respaldo de su silla, mientras siguió a Teófilo con la mirada.
-Han llegado noticias de Estados Unido – introdujo secamente -Parece que los yanquis quieren ofrecerte una pelea-.
Ambos parecían preocupados.
-Parece que Don King va a ofrecerte tres millones de dólares para que pelees con Mohammed Alí-.
Teófilo se quedó helado. Hacía tiempo que quería pelear con Alí. Desde que había ganado el campeonato de los pesos pesados derrotando a Sonny Liston que quería enfrentarlo. Le parecía un fanfarrón y un irrespetuoso. No le había gustado nada cómo había hablado de Liston antes del combate, ni cómo se había burlado de él luego del triunfo.
Mucho menos le había gustado cómo había tratado años después a Joe Frazer. Joe parecía un buen tipo y uno de los pocos que lo había ayudado (incluso ofreciéndole dinero) cuando definieron quitarle el título y prohibirle boxear por cinco años. Y Alí, apenas recibió la noticia de que podía volver a pelear, comenzó a insultarlo, a llamarlo esclavista, y toda una serie de agravios que habían afectado incluso a los hijos de Fraizer en el colegio.
Teófilo había sufrido mucho aquel tercer combate entre ambos, cuando la esquina de Fraizer no lo dejó salir faltando apenas un round. Alí tenía una costilla rota y no iba a salir. El pobre Joe estaba dispuesto a morir en el ring y nunca se repondría de esa derrota.
Hace tiempo que quería darle una lección y mostrarle al mundo que él era mejor. Pero sabía que muy difícilmente tendría su chance. El boxeo en Cuba era amateur y los deportistas tenían prohibida la competencia profesional.
-La pelea con Foreman parece que fue el negocio del siglo y están dispuestos a ofrecerte una millonada. Fíjate tú que se transmitió a las siete de la mañana hora de Estados Unidos y la vieron por televisión diez millones de personas. Fue un record absoluto- dijo Julio de manera introductoria, y prosiguió:
-Ahora parece que estos comemierda están pensando en un nuevo y mejor negocio: la batalla capitalismo-comunismo, y para eso te necesitan a tí. Dicen que rompería todos los records; que la vería el mundo entero. Incluso parece que Alí aceptó y ya te puso un sobrenombre: el gorila rojo– continuó Julio. Teófilo vaciló un momento.
Nada le hubiese gustado más que pelear con Alí. Él era un peleador, y éste era el mejor contrincante que podría enfrentar. Pero además, si no peleaba con aquel hombre, nunca sabría en verdad cuán bueno era. Parecía como si su historia se hubiese escrito para resumirse en ese instante. Esos tres hombres, sentados alrededor de un pequeño escritorio, iluminados por la silenciosa luz del sol que entraba por la ventana de la oficina, y la decisión que se había instalado en el aire: él, que había dedicado su vida a convertirse en un guerrero, ¿aceptaría o no pelear con el que algunos llamaban el mejor boxeador de todos los tiempos?
-Teo, tú sabés que al venir a contarte esto extraoficialmente estoy poniendo en juego mi carrera, ¿no? Pero yo sé que para ti es muy importante y yo te aprecio – terminó Julio con tono calmado.
Andrei, que evidentemente había hablado con Julio mientras Teófilo entrenaba, y ya estaba enterado de la noticia, se había mantenido en silencio alternando serenamente su mirada entre uno y otro. Estaba muy interesado en ver qué iba a decir su púgil. Después de todo, hacía años que lo entrenaba y tenía un aprecio muy grande por él.
Pocos episodios en una vida suponen un quiebre; un antes y un después. Y, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de ellos, donde las personas no conocen cuáles son hasta que han sufrido las consecuencias de sus decisiones: Teófilo supo claramente en ese momento que éste era uno de ellos.
Luego de un silencio que duró algunos segundos, Teófilo respondió: “No te preocupes, Julio. Yo no voy a decir nada y además no voy a aceptar”. Hizo una breve pausa, y luego continuó:
-Ustedes saben que quiero pelear con él. Pero no así. Si Alí decide ser amateur, que venga. Pero yo no voy a traicionar a mi país- Recién cuando el boxeador terminó de hablar, el rostro de Andrei se relajó y sonrío por segunda vez desde que se conocían.
Por ese entonces la prestigiosa revista Sports Illustrated titularía con la hermosa frase “antes rojo que rico” una entrevista realizada al boxeador cubano. Allí Stevenson diría algo que, como su frase sobre la importancia de la técnica, pasaría a la historia: “No cambiaría un pedazo de Cuba ni por todo el dinero que puedan ofrecer”.
Miró su reloj y se dio cuenta que faltaba menos de lo que pensaba para abordar. Empinó su vaso y bebió lo que le quedaba de un sorbo. Hacía mucho que no volvía al recuerdo de esa mañana. Y pese a que no se arrepentía en lo más mínimo de la decisión que había tomado, lo recordaba con profunda amargura.
Ni las palabras de grandes boxeadores y especialistas habían sido un consuelo. El legendario George Foreman había dicho una vez: “Stevenson era mucho mejor que todos nosotros. Tenía la mejor derecha en el boxeo. Hubiera mantenido el título profesional de la misma manera que lo mantuvo en los amateurs”. Pero a él nada de esto le importaba. Nunca iba a poder probarse a sí mismo cuánto había de cierto en esas palabras.
Caminó con paso apurado entre las personas que seguían hablando a viva vos y llego a la puerta de abordaje. Allí, vio al gusano con el que se había cruzado un rato antes en el bar, que estaba pidiendo pasaportes a los ingresantes a su vuelo. Teófilo se detuvo un segundo, y luego retomó el paso con el que venía, pasando por al lado suyo sin dirigirle le mirada.
-¡Hey tú, moreno! ¡Quieto ahí!-, le gritó el hombre en español. Teófilo no respondió. El hombre lo corrió y lo agarró del hombro para que se diera vuelta.
-¿Quién te crees tú que eres? Vas a darme ahora tu pasaporte o no pasarás- le dijo mientras se le acercaba a centímetros de la cara.
El hombre era casi tan alto como Teófilo, pero mucho más joven y musculoso. Se notaba que hacía ejercicios. Cualquiera podía reconocer que trabajaba en tareas de seguridad. Pero de nada importó. Sin mediar palabra, Stevenson le propinó un cabezaso en la nariz para ganar distancia. Más por la sorpresa que por el dolor, el guardia de seguridad dio dos pasos hacia atrás. Casi inmediatamente, Teófilo lanzó un jab de izquierda seguido de una derecha que, como con la fuerza de un martillo, atravesó la endeble defensa que el pobre hombre había improvisado. Los nudillos de los dedos índice y mayor de la mano derecha del cubano se incrustaron en la boca de su contrincante, quien, ahora sí, perdió el equilibrio y se desmoronó contra la pared del pasillo. Su enorme humanidad, que hace apenas segundos se erguía orgullosa y desafiante, caía ahora sin gracia, hasta quedar doblada incómodamente en el suelo.
Apenas terminó de caer, dos oficiales de seguridad del aeropuerto, que se encontraban a unos metros de la escena, llegaron a detener al cubano. Teófilo quiso defenderse pero se encontraba ya sin aire y superado en número. Logró doblar a uno de los policías con un gancho en el hígado, pero en ese mismo momento sintió cómo un palazo en la pierna lo doblaba a él. Se arrodilló, se cubrió como pudo y dejó mansamente que el resto de los policías que llegaban a la escena lo golpearan y esposaran.
Teófilo pasaría luego dos días detenido. Se le levantarían cargos por agresión a un oficial de policial, y el gobierno cubano tendría que hacer importantes negociaciones diplomáticas para poder llevarlo otra vez a la isla. Formalmente, el gobierno de los Estados Unidos lo declararía prófugo de la justicia, y le prohibiría su entrada de por vida.
Tras llevarse detenido a Stevenson, el pobre guardia que había quedado torcido en el piso, apenas pudo reincorporarse con ayuda de dos compañeros. Al final del día terminaría con dos dientes menos y un tabique roto. Nunca supo que por irrespetuoso se había cruzado con toda la violencia de un pedazo de historia.