Número 12
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Las tramas populares de las revoluciones de independencia en el Río de la Plata
Cualquier argentino medio que haya pasado por la escuela primaria puede repetir sin dudar que en Mayo de 1810 los patriotas comenzaron una revolución que puso fin al dominio español y daría nacimiento a “nuestra nación”. Seguramente la mayoría ha asistido (o ha protagonizado) actos escolares que representan esos momentos clave de nuestra historia nacional. En distintas versiones teatrales se suele representar a un variopinto pueblo (la dama antigua, el aguatero de raza negra, la vendedora de empanadas, el caballero de levita y galera, el gaucho, el granadero)1 que unido y feliz por los acontecimientos – ya sea la Revolución de Mayo, la declaración de la Independencia o el cruce de los Andes – grita a coro: “¡viva la patria!”.
La imagen que supone la convergencia entre una minoría ilustrada que dirige la Revolución y un pueblo “obediente” que siempre es decididamente patriota, ha impregnado los relatos estatales sobre el pasado de la Argentina y también a la producción historiográfica desde sus inicios en el siglo XIX. Aún aquellas interpretaciones que procuraron desarticular las versiones patrioteras sobre la Revolución, no pusieron en cuestión la tan mentada unidad del pueblo con las dirigencias, sobre todo, debido a que su foco de interés estuvo puesto en el análisis de las elites y han descuidado el estudio de las bases sociales que sustentaban sus proyectos políticos (me refiero, por ejemplo, a las corrientes de izquierda de los años 1960-1970 o a la más reciente “nueva historia política” de gran auge en la década de 1990). Y la evidencia histórica abona las percepciones de una causa sin fisuras, puesto que es claro que la “libertad de la patria” fue el anhelo que imprimió la fuerza fundamental a la Revolución y el que permitió que sujetos de los más diversos orígenes sociales le prestasen su apoyo. No cabe duda, la Revolución fue muy popular en el Río de la Plata (mucho más que en otros espacios sudamericanos).
En los últimos quince años esta imagen de unidad ha sido puesta en cuestión a partir de un renovado interés en las clases populares y su participación en la política durante la década revolucionaria. Los motivos, los lenguajes, las formas de movilización política y la experiencia militar de las clases populares han pasado a formar parte de la agenda de numerosos investigadores y al menos dos cuestiones relevantes han quedado en evidencia. Una, que las clases populares no eran tan sumisas y obedientes a los dictados de los dirigentes de la revolución; por el contrario, en la década de 1810 el desafío para construir autoridad es mayúsculo y el mando y la obediencia política y social tuvo que ser constantemente negociado entre las elites y los sectores populares. El otro – en estrecha vinculación con el primero – que existieron diferencias y, en varias circunstancias, marcadas oposiciones entre los programas políticos de las dirigencias y los de los actores populares. La lucha por la “libertad” y la “igualdad” y la defensa de la “patria” eran constitutivos del programa revolucionario de unos y otros, pero qué significaba cada uno de estos términos fue cambiante y, por supuesto, diverso para cada grupo social. Volviendo a las representaciones en los actos escolares. Aunque es evidente su escasa rigurosidad histórica, aciertan en un hecho fundamental: el gritar “¡viva la patria!” era una práctica extendida, cotidiana y colectiva que se desarrollaba en los cuarteles, en las plazas, en las pulperías, en los atrios de las Iglesias y en las tertulias de las familias de la elite. Pero qué entendía cada uno de los sujetos por “patria” estaba lejos de ser uniforme y luchar por la patria podía encerrar un desafío a las jerarquías sociales propias del orden colonial, orden que la mayoría de los dirigentes de la Revolución no estaba dispuesto a revisar de manera profunda.
Veamos algunos ejemplos. En 1810 la retórica contra los funcionarios españoles (“los mandones”) y la denuncia al despotismo de la monarquía se constituyeron en uno de los ejes centrales de la propaganda revolucionaria en Buenos Aires. Sin embargo, este discurso meramente político, que pretendía circunscribir como enemigo de la Revolución a un grupo acotado de funcionarios y a españoles que explícitamente se oponían al nuevo orden, rápidamente fue reinterpretado por las clases populares: para éstas todos los españoles “de cualquier clase o condición” eran enemigos. De esta forma, los españoles que habitaban en Buenos Aires fueron hostilizados cotidianamente por los hombres y mujeres de las clases populares. La animadversión llevó a que en 1811 se pidiese su expulsión de la ciudad (lo que no fue aceptado por el gobierno) y que en 1812, al ser descubierta una conspiración realista, una multitud procediese a detener a numerosos españoles para luego festejar su fusilamiento y la exposición de sus cadáveres frente al fuerte. Cuando – tras una treintena de ejecuciones en una semana – el Cabildo pidió clemencia, miembros del gobierno fueron increpados violentamente por una turba exigiendo más ejecuciones. Para quienes integraban las clases populares (un heterogéneo colectivo que incluía a todos aquellos que no eran considerados de color blanco -pardos, negros, mestizos- pero también los blancos pobres) los españoles representaban las inequidades del orden social colonial. Aún si se trataba de españoles pobres, éstos tenían grandes ventajas por su origen: al llegar recibían ayudas de sus paisanos más poderosos que ya habitaban en el Río de la Plata; dominaban el comercio minorista; los artesanos eran en su mayoría “maestros” (mientras que los americanos eran “aprendices”); eran preferidos por las mujeres para el casamiento, puesto que la “limpieza de sangre” de un marido procedente de España les permitía “blanquear” su descendencia y ganar cierto prestigio social; los españoles nunca recibían las penas infamantes (azotes públicos o la humillación de ser paseado por la ciudad para dar a conocer la falta públicamente). De modo que la Revolución creó el espacio político para la manifestación de viejos resentimientos sociales, mediante la legitimación de un enemigo con privilegios sociales y raciales, los españoles2.
El antiespañolismo también fue un ingrediente central en el movimiento artiguista en Uruguay y en el Litoral. La insurrección rural se ensañó particularmente contra los comerciantes de los pueblos (en su enorme mayoría provenientes de España) y las tierras y los bienes de los españoles fueron confiscados (a los que luego se le sumaron los de los “malos patriotas”). El gran apoyo a la Revolución se debió en gran medida a que para muchos ésta era equivalente a luchar en favor del derecho a ocupar tierras, a criar ganado y a conseguir una sociedad más justa. En palabras de un conocido dirigente revolucionario porteño que reprobaba este giro de la Revolución en el Litoral: “El dogma de la igualdad agita a la multitud contra todo gobierno y ha establecido una guerra entre el pobre y el rico, amo y señor, el que manda y el que obedece”3.
Otro rasgo del sistema artiguista fue que propiciaba una fragmentación extrema del ejercicio de la soberanía: el poder debía residir en cada uno de los pueblos, no solo en las cabeceras. Este proyecto resultó particularmente atractivo para los pueblos guaraníes de la zona de las antiguas misiones jesuíticas. Uno de los caciques que se sumó a la insurrección dijo en una proclama: “hermanos, sabemos que Dios nos dotó al criarnos con la libertad y sabemos que ante él somos iguales y lo mismo ante la Ley” y convocó a “que nos quitemos de mandones”4. Funcionarios y administradores enviados desde Buenos Aires fueron expulsados, los bienes de los europeos (españoles y portugueses) fueron expropiados y cuando no quedó más, los de otros pudientes. Posiblemente, la historia de la ocupación de la ciudad de Corrientes en 1818 por las tropas al mando de Andresito Guacuarí sea una de las más iluminadoras sobre el significado de la experiencia revolucionaria entre los guaraníes. La llegada de las tropas indígenas provocó el pánico entre la elite correntina porque corrían rumores de que serían pasados a degüello. Estas predicciones no se cumplieron, pero Andresito los humilló sistemáticamente: varios vecinos notables fueron obligados a barrer y quitar la maleza de la plaza mayor con sus propias manos y las mujeres de la elite a bailar con los soldados. Unos cuantos criados denunciaron a sus patrones que habían escondido los bienes más valiosos ante la llegada de las tropas y fueron expropiados. Asimismo, Andresito liberó del servicio doméstico a los niños indígenas que habían sido secuestrados y dijo a sus captores “recuerden en adelante que las madres indias tienen también corazón”5. El orden se había invertido: los sometidos en la sociedad colonial ahora eran quienes mandaban.
En Salta y Jujuy la movilización miliciana comandada por Güemes también tuvo fuertes ribetes de impugnación al orden social. Una de las primeras reivindicaciones sociales conseguidas por los gauchos movilizados (pequeños productores rurales, arrieros y peones, muchos de los cuales eran indígenas) fue no pagar arriendos por las tierras que ocupaban y dejar de prestar servicio personal a los patrones. Asimismo, la apropiación de bienes de las estancias se volvió una práctica corriente y legitimada como recompensa por la lucha por la “libertad de la patria”. Aquí el significado de “patria” era muy distinto a aquel pregonado por la dirigencia de la Revolución. Para ésta, la “patria” era un conjunto de ciudadanos unidos por un vínculo político (las Provincias Unidas del Río de la Plata) y los “patriotas” quienes velaban por su libertad, dejando de lado sus intereses particulares. Para los gauchos salto jujeños, “patria” era el terruño donde se vivía y ser “patriota” (es decir, luchar contra los realistas por la libertad) era equivalente a defender su tierra y construir una sociedad más igualitaria. Lo cual enojaba y desconcertaba a muchos dirigentes revolucionarios que consideraban que ese era “un mal concepto” de patria que debía ser “corregido” (en términos de Manuel Belgrano)6. Otra práctica que lesionó el poder de la elite salto jujeña, fue la extensión del fuero militar a la mayoría de la población masculina. Esto supuso sustraer a los habitantes de las clases bajas de la jurisdicción de las autoridades tradicionales, como por ejemplo el Cabildo de Salta, y someterlos a la de los comandantes militares. Puesto que el poder de éstos dependía de la capacidad de concitar el apoyo de la tropa, eran mucho más laxos a la hora de perseguir y castigar delincuentes (sobre todo con el robo de bienes a los estancieros). Todas estas prácticas se combinaban con una acentuada pérdida de deferencia hacia sus patrones de parte de los peones, arrendatarios, sirvientes y demás dependientes. En palabras de un miembro de la elite de Salta, la Revolución y la guerra había llevado “a la relajación de los respetos mutuos, y fomento del antagonismo de clases”7.
De este breve recorrido por la década de 1810 podemos ver que existieron concepciones populares de la revolución que no estaban guiadas únicamente (y tal vez, ni siquiera primordialmente) por un anhelo de “independencia nacional” y es posible pensar en la existencia de otras revoluciones “paralelas, truncas, derrotadas”8 pero que marcaron de manera profunda la experiencia de los sujetos de la primera mitad del siglo XIX. En los años siguientes, las elites provinciales trataron con éxito dispar de restituir la obediencia y desmovilizar a la población rural, tarea que se completaría recién en la década de 1870. La fuerte impronta de las experiencias igualitaristas de la década de 1810 la hallamos en el facón del Chacho Peñaloza, uno de los últimos caudillos federales con gran apoyo popular y asesinado cruelmente por agentes del gobierno de Bartolomé Mitre: en el filo se puede leer “naides, más que naides y menos que naides”. La conocida consigna artiguista continuaba vigente en La Rioja cincuenta años más tarde.
1 Los pueblos originarios no suelen formar parte de estas representaciones, a pesar de que fueron activos participantes en las guerras de independencia.
2 Sobre la participación política popular en Buenos Aires en la década revolucionaria ver el libro de Gabriel Di Meglio, ¡Viva el Bajo Pueblo!. La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución y el rosismo. Buenos Aires, Prometeo, 2006. Sobre el antiespañolismo ver Mariana Pérez, En busca de mejor fortuna. Los inmigrantes españoles en Buenos Aires desde el Virreinato a la Revolución de Mayo, Buenos Aires, UNGS/Prometeo, 2010.
3 Nicolás Herrera al Ministro de Estado portugués, 19-7 -1815, Archivo Artigas, Tomo XXX, 1998, p.10.
4 Citado en Raúl Fradkin, “La revolución en los pueblos del litoral rioplatense”, en Estudios Iberoamericanos, 36, 2010, p. 259.
5 Citado en Guillermo Wilde, Religión y poder en las misiones de guaraníes, Buenos Aires, SB, 2009, p. 339.
6 Citado en Sara Mata, “Paisanaje, insurrección y guerra de independencia. El conflicto Social en Salta, 1814-1821”, en Raún Fradkin y Jorge Gelman (compiladores), Desafíos al orden. Política y sociedades rurales durante la Revolución de Independencia. Rosario, Prohistoria, 2008, p. 74.
7 Citado por Gustavo Paz, “El orden es el desorden. Guerra y movilización campesina en la campaña Jujeña” en Raún Fradkin y Jorge Gelman (compiladores), op. cit., p. 98.
8 Raúl Fradkin, “Los actores de la Revolución y el orden social” en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana, Dr. Emilio Ravignani” , 33, Buenos Aires, 2010, p.85